sábado, 11 de mayo de 2013

Toda clase de pieles


En un reino muy, muy lejano, vivían un rey y una reina que destacaban por su enorme belleza, sobre todo la reina, a quien todo el mundo consideraba la mujer más bella del reino. Tenía un pelo rubio, largo, liso, brillante y sedoso que daba gusto acariciar.

Este reino en el que vivían era, aunque precioso y lleno de hermosísimos campos llenos de flores, muy pequeño, y muy poca gente conocía de su existencia. Dentro del reino, todos se conocían y eran como una gran familia.

Los reyes vivían muy felices en su enorme palacio, pero les faltaba una cosa: tener un hijo. Llevaban ya bastante tiempo desando tener un hijo cuando, por fin, la reina se quedó embarazada, causando la alegría de toda la corte y del reino entero.

Al cabo de nueve meses, la reina dio a luz a una preciosa niña. Pero fueron pasando los días y la pobre reina no se recuperaba del parto. A cada día que pasaba se iba sintiendo cada vez más y más débil, y los médicos de palacio le comunicaron al rey que la reina se iba a morir y que si quería despedirse de ella, ahora era el momento.

Por lo tanto, el rey fue a ver a su esposa, quien le pidió que, una vez que su hija tuviera edad suficiente para valorar las cosas le diera un regalo que había preparado para ella. Dicho regalo consistía en una cadenita de oro en la que había puesto: una medallita de la virgen, una figurita con una rueca de hilar, y su anillo de bodas. Esta era una cadenita que era característica de las reinas y las princesas.

“Dale estos objetos cuando creas oportuno, y háblala siempre de mí, para que no me olvide. Y tú, deberías casarte, porque nuestra hija necesita hermanos y nuestro trono necesita herederos. Por eso te pido que te cases, en cuanto puedas, cásate con una mujer que sea buena, que te quiera y cuide de nuestra hija”. El rey aceptó, y, al poco tiempo, la reina murió, dejando al rey a cargo de su hija.

Fue pasando el tiempo y, el rey iba viendo como su hija crecía, hasta que llego el día en que la niña cumplió siete años. El rey consideró que ya había llegado el momento de darle a su hija la cadenita con las joyas colgadas que su esposa le había preparado. Y la princesa, desde aquel día, siempre llevaba las joyas colgadas y por dentro de la camisa.

Siguió pasando el tiempo. La princesa ya tenía quince años. En este tiempo, el rey había conocido a algunas mujeres, pero ninguna le convencía para casarse con ella, hasta que un día, conoció a una hermosa mujer que parecía buena, generosa y amable, y que también parecía querer a su hija.

Sin embargo, esta mujer, en realidad, no era como parecía. Solamente fingía ser buena delante del rey, para lograr que este se casara con ella. Su comportamiento con la princesa era muy distinto cuando el rey estaba presente y cuando no. Cuando estaba el rey, la trataba de manera muy cariñosa y dulce, y continuamente le decía lo guapa y buena que era. En cambio, cuando no estaba, la mujer se volvía seria y exigente. Siempre le pedía que se fuera a su habitación para que pudiera estar ella sola en el salón, no la dejaba hablarla y, cuando lo hacía, no la hacía caso. Y así, todos los días.

Entonces, la princesa decidió ir a hablar con su padre, para explicarle cómo se comportaba la mujer con ella cuando él no estaba. Pero este, al ver lo bien que se portaba siempre con ella, no la creyó. La princesa le insistió y le volvió a insistir, pero el rey seguía sin creerla.

Ya que su padre no le creía, la princesa decidió que iba a tratar de que el rey no se casara con la mujer. Para ello, cuando quedaba ya poco tiempo para la boda, la princesa, fue hacia donde estaba guardado el vestido de bodas de la prometida de su padre. Lo cogió y le cortó varios hilos, lo que hizo que, cuando la mujer se fue a poner el vestido,  quedase completamente deshilachado.

La mujer, muy triste por lo que acababa de suceder, fue a donde estaba el rey, y le dijo: “mi vestido de boda se ha roto. Se ha roto y no me da tiempo a arreglarlo antes de la boda”. “Bueno, no te preocupes, nos casaremos cuando ya hayas arreglado el vestido”, le contestó el rey.

En los días siguientes, la mujer estuvo muy ocupada arreglando su vestido cuando, ya, por fin, le terminó, anunciándoselo al rey para volver a anunciar su boda.

La princesa, al ver que la boda ya se acercaba, decidió esconder sus anillos de boda. Cuando el rey fue a recogerlos y no los vio, le preguntó a la mujer que si los había cogido ella. Al decirle esta que no, el rey le dijo que se tendrían que casar más tarde, ya que, sin anillos, no se podían casar.

Pasó un tiempo, y el rey y su prometida consiguieron los anillos con los que poder casarse. La princesa, ya cansada, decidió que no quería ver como su padre se casaba con aquella mujer, por lo que se fue a su habitación, se aseguró de que llevaba consigo el regalo de su madre, y se puso un abrigo que estaba hecho con toda clase de pieles.

Salió de palacio, muy triste, porque quería mucho a su padre, pero no estaba dispuesta a que se casase con aquella mujer.

Llevaba ya mucho tiempo caminando cuando vio una cueva. Entró, y vio que era lo suficientemente grande para poder quedarse a pasar la noche en ella.

Ya había pasado allí algunos días, cuando, de repente, en una de las veces que salió de la cueva para ir a recoger unas moras para comer, escuchó unos ruidos que se acercaban. Era un apuesto príncipe que se acercaba montando a caballo.

Cuando el caballo estaba ya cerca de donde la princesa estaba recogiendo moras, la princesa se puso la capucha del abrigo de toda clase de pieles, tapándola casi toda la cara, para tratar de que el príncipe no se la viera, pues la tenía ya bastante sucia de haber estado varios días en el bosque.

Sin embargo, el príncipe, al llegar donde estaba la princesa, paró al caballo y se bajó de él. Caminó lentamente hasta donde estaba la princesa y la saludó, preguntándola que qué hacía allí recogiendo moras, que si alguien la había dado permiso.

La princesa, al escuchar eso, se quedó sorprendida, pues no sabía que para recoger moras había que pedirle permiso a alguien. El príncipe le explicó que ese bosque le pertenecía a su padre y que no se podían recoger fresas sin su permiso. “Perdón, no lo sabía, no volveré a recoger moras en su bosque sin permiso”, se disculpó la princesa. Pero el príncipe le dijo que, cuando su padre viera que alguien había cogido moras de su bosque y no le hubiésemos llevado al que las había cogido, no iba a dejar entrar a nadie a ese bosque. Así que, el príncipe, la llevó hasta el palacio, donde se encontraba su padre, dueño del bosque.

Una vez allí, el príncipe le explicó a su padre lo sucedido. Pero el rey, al ver que no lo había hecho con mala intención, la perdonó al instante. La princesa se lo agradeció y se dispuso a irse cuando, el rey, al verla tan sucia, le ofreció quedarse en su palacio a cambio de que ayudara al cocinero de la corte en sus tareas. La princesa aceptó, agradecida, y preguntó que si podía lavarse. El rey asintió, y pidió que la enseñaran su habitación y la trajeran unas toallas y jabón con el que poder lavarse.

Una vez que terminó de ducharse y se vistió, salió del baño y se dirigió a su habitación, en la que se encontró, metidos en el armario, algunos vestidos preciosos que poder ponerse. Estaba mirándoles cuando alguien llamó a su puerta. TOC, TOC. De detrás de la puerta asomó el príncipe, quien la llamaba para avisarla de que el cocinero la esperaba en la cocina. La princesa asintió, y el príncipe, que era la primera vez que la veía sin abrigo y con la cara limpia, se quedó sorprendido de la enorme belleza de la chica.

La princesa bajó a la cocina, en la que el cocinero estaba esperándola para explicarle las tareas que iba a hacer ella a partir de ese momento. La dijo que se iba a encargar de prepararle al príncipe el caldo que se tomaba todas las noches, y recoger su plato cuando hubiese terminado. La princesa, aunque no había preparado un caldo en su vida, asintió, ya que esa era la condición para permanecer allí. De este modo, a partir de ese momento, la princesa fue haciéndole el caldo y llevándoselo al príncipe todos los días.

Cada noche, el príncipe le pedía a la princesa que le hiciera compañía mientras se tomaba el caldo que ella misma le había preparado. En una de esas noches, el príncipe le comentó que, su madre, la reina de aquel reino, había decidido, que ya era hora de que se casara, y que, por ello, había organizado tres días de baile para que pudiera elegir una esposa entre todas las jóvenes que iban al baile. El príncipe, tenía la condición de que la mujer con la que se tenía que casar debía ser una princesa, por lo que solo podían acudir jóvenes que lo fueran.

Entonces, la princesa, que deseaba ir al baile, dudó si decirle que ella era una princesa para poder ir. En cambio, tenía miedo de que, al decírselo, se enfadara por no habérselo dicho antes.

Finalmente, decidió contárselo. El príncipe, al principio, no la creyó. Por ello, la princesa, para demostrarle que era una princesa de verdad, sacó de su cuello la cadenita que había llevado colgada durante todo el tiempo. El príncipe, al verlo, la creyó al instante, pues esa cadenita solo la llevaban las reinas o las princesas. Era imposible que, alguna mujer que no lo fuera la llevase.

Por lo tanto, el príncipe, al que siempre le había gustado la princesa, se acercó a ella y la dijo: “si eres una princesa, entonces, puedo pedirte que te cases conmigo”. La princesa, muy sorprendida, le contestó en seguida que sí, pues ella llevaba enamorada del príncipe desde hace ya tiempo.

Y así fue como, semanas más tarde, el príncipe y la princesa se casaron y tuvieron dos hermosos hijos.

FIN


Esta adaptación va dirigida a niños  de entre 4 y 8 años.

He modificado algunos elementos que no son adecuados para los niños como el tema del incesto, por lo que el motivo por el que se va de casa es otro.

Por otra parte, he mantenido los roles que aparecen en el cuento original: aparece una muerte (de la reina), el retraso de una situación que no se desea (la boda del rey con la mujer) y la princesa se va de casa, realizando un viaje iniciático en el que madura. 

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