En un reino muy, muy lejano, vivían un rey y
una reina que destacaban por su enorme belleza, sobre todo la reina, a quien
todo el mundo consideraba la mujer más bella del reino. Tenía un pelo rubio,
largo, liso, brillante y sedoso que daba gusto acariciar.
Este reino en el que vivían era, aunque
precioso y lleno de hermosísimos campos llenos de flores, muy pequeño, y muy
poca gente conocía de su existencia. Dentro del reino, todos se conocían y eran
como una gran familia.
Los reyes vivían muy felices en su enorme
palacio, pero les faltaba una cosa: tener un hijo. Llevaban ya bastante tiempo
desando tener un hijo cuando, por fin, la reina se quedó embarazada, causando
la alegría de toda la corte y del reino entero.
Al cabo de nueve meses, la reina dio a luz a
una preciosa niña. Pero fueron pasando los días y la pobre reina no se
recuperaba del parto. A cada día que pasaba se iba sintiendo cada vez más y más
débil, y los médicos de palacio le comunicaron al rey que la reina se iba a
morir y que si quería despedirse de ella, ahora era el momento.
Por lo tanto, el rey fue a ver a su esposa,
quien le pidió que, una vez que su hija tuviera edad suficiente para valorar
las cosas le diera un regalo que había preparado para ella. Dicho regalo
consistía en una cadenita de oro en la que había puesto: una medallita de la
virgen, una figurita con una rueca de hilar, y su anillo de bodas. Esta era una
cadenita que era característica de las reinas y las princesas.
“Dale estos objetos cuando creas oportuno, y
háblala siempre de mí, para que no me olvide. Y tú, deberías casarte, porque
nuestra hija necesita hermanos y nuestro trono necesita herederos. Por eso te
pido que te cases, en cuanto puedas, cásate con una mujer que sea buena, que te
quiera y cuide de nuestra hija”. El rey aceptó, y, al poco tiempo, la reina
murió, dejando al rey a cargo de su hija.
Fue pasando el tiempo y, el rey iba viendo
como su hija crecía, hasta que llego el día en que la niña cumplió siete años.
El rey consideró que ya había llegado el momento de darle a su hija la cadenita
con las joyas colgadas que su esposa le había preparado. Y la princesa, desde
aquel día, siempre llevaba las joyas colgadas y por dentro de la camisa.
Siguió pasando el tiempo. La princesa ya
tenía quince años. En este tiempo, el rey había conocido a algunas mujeres,
pero ninguna le convencía para casarse con ella, hasta que un día, conoció a
una hermosa mujer que parecía buena, generosa y amable, y que también parecía
querer a su hija.
Sin embargo, esta mujer, en realidad, no era
como parecía. Solamente fingía ser buena delante del rey, para lograr que este
se casara con ella. Su comportamiento con la princesa era muy distinto cuando
el rey estaba presente y cuando no. Cuando estaba el rey, la trataba de manera
muy cariñosa y dulce, y continuamente le decía lo guapa y buena que era. En
cambio, cuando no estaba, la mujer se volvía seria y exigente. Siempre le pedía
que se fuera a su habitación para que pudiera estar ella sola en el salón, no
la dejaba hablarla y, cuando lo hacía, no la hacía caso. Y así, todos los días.
Entonces, la princesa decidió ir a hablar con
su padre, para explicarle cómo se comportaba la mujer con ella cuando él no estaba.
Pero este, al ver lo bien que se portaba siempre con ella, no la creyó. La
princesa le insistió y le volvió a insistir, pero el rey seguía sin creerla.
Ya que su padre no le creía, la princesa
decidió que iba a tratar de que el rey no se casara con la mujer. Para ello,
cuando quedaba ya poco tiempo para la boda, la princesa, fue hacia donde estaba
guardado el vestido de bodas de la prometida de su padre. Lo cogió y le cortó
varios hilos, lo que hizo que, cuando la mujer se fue a poner el vestido, quedase completamente deshilachado.
La mujer, muy triste por lo que acababa de
suceder, fue a donde estaba el rey, y le dijo: “mi vestido de boda se ha roto.
Se ha roto y no me da tiempo a arreglarlo antes de la boda”. “Bueno, no te preocupes,
nos casaremos cuando ya hayas arreglado el vestido”, le contestó el rey.
En los días siguientes, la mujer estuvo muy
ocupada arreglando su vestido cuando, ya, por fin, le terminó, anunciándoselo
al rey para volver a anunciar su boda.
La princesa, al ver que la boda ya se acercaba,
decidió esconder sus anillos de boda. Cuando el rey fue a recogerlos y no los
vio, le preguntó a la mujer que si los había cogido ella. Al decirle esta que
no, el rey le dijo que se tendrían que casar más tarde, ya que, sin anillos, no
se podían casar.
Pasó un tiempo, y el rey y su prometida
consiguieron los anillos con los que poder casarse. La princesa, ya cansada,
decidió que no quería ver como su padre se casaba con aquella mujer, por lo que
se fue a su habitación, se aseguró de que llevaba consigo el regalo de su
madre, y se puso un abrigo que estaba hecho con toda clase de pieles.
Salió de palacio, muy triste, porque quería
mucho a su padre, pero no estaba dispuesta a que se casase con aquella mujer.
Llevaba ya mucho tiempo caminando cuando vio
una cueva. Entró, y vio que era lo suficientemente grande para poder quedarse a
pasar la noche en ella.
Ya había pasado allí algunos días, cuando, de
repente, en una de las veces que salió de la cueva para ir a recoger unas moras
para comer, escuchó unos ruidos que se acercaban. Era un apuesto príncipe que
se acercaba montando a caballo.
Cuando el caballo estaba ya cerca de donde la
princesa estaba recogiendo moras, la princesa se puso la capucha del abrigo de
toda clase de pieles, tapándola casi toda la cara, para tratar de que el
príncipe no se la viera, pues la tenía ya bastante sucia de haber estado varios
días en el bosque.
Sin embargo, el príncipe, al llegar donde
estaba la princesa, paró al caballo y se bajó de él. Caminó lentamente hasta
donde estaba la princesa y la saludó, preguntándola que qué hacía allí
recogiendo moras, que si alguien la había dado permiso.
La princesa, al escuchar eso, se quedó
sorprendida, pues no sabía que para recoger moras había que pedirle permiso a
alguien. El príncipe le explicó que ese bosque le pertenecía a su padre y que
no se podían recoger fresas sin su permiso. “Perdón, no lo sabía, no volveré a
recoger moras en su bosque sin permiso”, se disculpó la princesa. Pero el
príncipe le dijo que, cuando su padre viera que alguien había cogido moras de
su bosque y no le hubiésemos llevado al que las había cogido, no iba a dejar
entrar a nadie a ese bosque. Así que, el príncipe, la llevó hasta el palacio,
donde se encontraba su padre, dueño del bosque.
Una vez allí, el príncipe le explicó a su
padre lo sucedido. Pero el rey, al ver que no lo había hecho con mala
intención, la perdonó al instante. La princesa se lo agradeció y se dispuso a
irse cuando, el rey, al verla tan sucia, le ofreció quedarse en su palacio a
cambio de que ayudara al cocinero de la corte en sus tareas. La princesa
aceptó, agradecida, y preguntó que si podía lavarse. El rey asintió, y pidió
que la enseñaran su habitación y la trajeran unas toallas y jabón con el que
poder lavarse.
Una vez que terminó de ducharse y se vistió,
salió del baño y se dirigió a su habitación, en la que se encontró, metidos en
el armario, algunos vestidos preciosos que poder ponerse. Estaba mirándoles
cuando alguien llamó a su puerta. TOC, TOC. De detrás de la puerta asomó el
príncipe, quien la llamaba para avisarla de que el cocinero la esperaba en la
cocina. La princesa asintió, y el príncipe, que era la primera vez que la veía
sin abrigo y con la cara limpia, se quedó sorprendido de la enorme belleza de
la chica.
La princesa bajó a la cocina, en la que el
cocinero estaba esperándola para explicarle las tareas que iba a hacer ella a
partir de ese momento. La dijo que se iba a encargar de prepararle al príncipe
el caldo que se tomaba todas las noches, y recoger su plato cuando hubiese terminado.
La princesa, aunque no había preparado un caldo en su vida, asintió, ya que esa
era la condición para permanecer allí. De este modo, a partir de ese momento,
la princesa fue haciéndole el caldo y llevándoselo al príncipe todos los días.
Cada noche, el príncipe le pedía a la
princesa que le hiciera compañía mientras se tomaba el caldo que ella misma le
había preparado. En una de esas noches, el príncipe le comentó que, su madre, la
reina de aquel reino, había decidido, que ya era hora de que se casara, y que,
por ello, había organizado tres días de baile para que pudiera elegir una
esposa entre todas las jóvenes que iban al baile. El príncipe, tenía la
condición de que la mujer con la que se tenía que casar debía ser una princesa,
por lo que solo podían acudir jóvenes que lo fueran.
Entonces, la princesa, que deseaba ir al
baile, dudó si decirle que ella era una princesa para poder ir. En cambio,
tenía miedo de que, al decírselo, se enfadara por no habérselo dicho antes.
Finalmente, decidió contárselo. El príncipe,
al principio, no la creyó. Por ello, la princesa, para demostrarle que era una
princesa de verdad, sacó de su cuello la cadenita que había llevado colgada
durante todo el tiempo. El príncipe, al verlo, la creyó al instante, pues esa
cadenita solo la llevaban las reinas o las princesas. Era imposible que, alguna
mujer que no lo fuera la llevase.
Por lo tanto, el príncipe, al que siempre le
había gustado la princesa, se acercó a ella y la dijo: “si eres una princesa,
entonces, puedo pedirte que te cases conmigo”. La princesa, muy sorprendida, le
contestó en seguida que sí, pues ella llevaba enamorada del príncipe desde hace
ya tiempo.
Y así fue como, semanas más tarde, el príncipe y la princesa
se casaron y tuvieron dos hermosos hijos.
FIN
Esta adaptación va dirigida a niños de entre 4 y 8 años.
He modificado algunos elementos que no son
adecuados para los niños como el tema del incesto, por lo que el motivo por el
que se va de casa es otro.
Por otra parte, he mantenido los roles que
aparecen en el cuento original: aparece una muerte (de la reina), el retraso de
una situación que no se desea (la boda del rey con la mujer) y la princesa se
va de casa, realizando un viaje iniciático en el que madura.
Perfecto.
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